Septiembre.

Llegó con agosto. Atravesó el césped con una soberbia insoportable, se tumbó bocarriba sobre el bordillo de la piscina y, sin quitarse las gafas de sol, empezó a dibujar círculos con la mano dentro del agua. El lateral de la braga del bikini sostenía su Mp3 junto con un llavero con forma de torre de ajedrez. Yo miraba su peinado horrible -o la ausencia del mismo-, y esas estúpidas pecas. Miraba con desprecio aquel cuerpo adolescente que en nada se parecía a los que había visto en las revistas del padre de Marcos. Ligeramente incorporado en la tumbona, yo miraba.

Cuando nuestro verano se acabó, septiembre me cayó encima con la fuerza de cien lunes. Cambió la fotografía del paisaje a un tono de arcilla y salitre. Playa San Juan iba despidiendo a los veraneantes hasta acabar en ese vacío que nos queda a los que vivimos aquí el resto del año. Un vacío seco, seco hasta agrietarse. La piscina era, pues, un oasis. Me despertaron las chicharras con un canto desafinado, tratando de recordar cómo el sábado me trajo de nuevo a esta tumbona, desde donde aún podía ver las ondas concéntricas que salían pegadas al bordillo, donde Martita ‘pies negros’ se tumbó. Esa ligera turbulencia. Un microseísmo que trasladaba su temblor muy despacio, incesante, cruzando la piscina hacia el otro extremo donde yo me encontraba. Tan persistente que a algunas de ellas las sentí salir hasta la hierba y subirme por los pies. Dos escalofríos, subidos sobre sí, subidos sobre mí.

Cuando nuestro verano se acabó, lo hizo bruscamente, pero Martita ‘pies negros’ se fue apagando en mi memoria como un fade out infinito de una canción.

Cuando nuestro verano acabó, aquella mañana, quedé inmerso en una huida estática. Paralizado, sólo podía hacer círculos en el césped con el llavero de la torre, yo detrás «clavado», rozando las hojas verdes con los nudillos.

Acabado, pero nuestro. No recuerdo en qué fallamos, cómo gritamos, cuánto lloramos. No recuerdo los reproches ni los defectos que intercambiamos. Tampoco recuerdo con cuánto orgullo demoramos lo inevitable. Sólo queda de aquel verano el acierto de las horas que pasábamos equivocados.

Pies negros. Mi Martita.

Errores.

Me apetecía escribir sobre los errores. Soy de esos que piensan que la perfección no llega cuando no hay más que añadir, sino cuando no queda más que quitar, sin embargo es una buena ocasión para exponerlo todo sin reparar en errores. Voy a escribirlo todosin correcciones -por nimias que vengan-, sin reordenar mis ideas. Por atropellado que suene, sin recrear, escribirlo. (La recreación es de esos conceptos con los que empatizo más desde su sentido literal. Como la extravagancia 😬.) Una oda al tachón, denostado en la pantalla digital. Homenaje al borrón, al chapucerismo como talento.


Pensaba empezar hablando del exceso de romanticismo que rodea al error, a veces. De la mala interpretación de la frase de Beckett fail again, fail better: donde no se reivindicaba, sino constataba. Pensaba comenzar aceptando el herror, huyendo del tópico. Que cuando nos caemos, creo yo que mejor no caerse. O si acaso tumbarse. Pensaba empezar con algún microrrelato ilustrativo con regustillo intensito y cursi, en este comienzo que casi empieza a parecerse al inicio de Manhattan, si hubiese sido escrito por una sepia. Es difícil siquiera arrancar, cuando uno escribe sin red. Uno teme soltar una chorrada que no tenga marcha atrás, como en una primera cita. Quien sabe si podré concluir -que alguien ponga una tilde a ese quién por mí, yo ya me fui-, aunque rematar requiere urgencia, cerrar con presión; errar, comprensión; en .rar, compresión. Ay.


Erramos cuando toca decidir. Señalamos la falta de talento, la incompetencia, pero nunca quién selecciona ese talento. A quien decide quién decidirá. Vivimos huyendo de quien nos atrae, disimulando lo que nos apasiona, atendemos lo que nos ofende, denunciamos lo que nos excita. Reflexionamos siempre a posteriori, enfadados por el resultado. La expectativa es hija del deseo y madre de la decepción. La vida te da la libertad de ir eligiendo para luego acabar contigo en el proceso, sin poder obviar los errores. También te da a Chayanne y los anacardos. Empate.

En mitad de la madrugada, decidió no acabar con todo. No podía recordar sus ojos rojos de sostener los llantos como última imagen. Pasó ambas piernas al otro lado de la barandilla y, ahogando su orgullo con el puño y aquilatando recuerdos, decidió marcar su número de teléfono. Convinieron en que, en el amor, como en una partida de ajedrez, gana el que comete el penúltimo error.

Nada.

Esta mañana, al despertar, he sido consciente de que no había pasado nada. Increíble. Si bien el camino al baño suele ser un momento recurrente donde avergonzarme de mis últimas decisiones del día anterior, hoy, más que nunca, tocaba eliminar mi última entrada del blog. Una suerte de híbrido entre presagio y admonición donde concluía que hoy, al amanecer, todo se habría desmoronado. Algo debió pasar anoche. Algo debimos hacer bien, quién sabe.

Los vecinos, comerciantes, currantes, todos subían sus persianas a primera hora, desde la quietud, la normalidad, la nada absoluta.

Es con el hervir del mediodía cuando todo empieza a burbujear. Señores con corbata y vaso de cartón advierten desde un despacho en alto, que los nimbos vienen grises; dos madres que vigilan a los niños columpiándose coinciden en que todo es ya insostenible; el mundo del deporte: patas arriba; la economía, hundida, ahora sí; desde la televisión, informan sobre la definitiva confrontación entre gongorinos y quevedescos. Cielo santo.

Laura ya está en la cama, pero necesitaba decir a Internet, al mundo pues, que me equivoqué, que será hoy cuando todo se desmorone.

El caso es que, frente al folio en blanco… Nada. Televisión y radio apagadas. También el móvil, las luces. Corro las cortinas. Y nada. Vuelvo a mirar el folio, un sorbo, dos, otros. Silencio. Creo intuir una melodía desde alguna casa contigua. Una especie de cool jazz que olfateo por las habitaciones. Acerco el oído a las paredes mientras las subrayo con la yema de los dedos. Todo se desvanece. Me siento. Dos sorbos. Esputo tres párrafos vulgares. Esa coma no va ahí. Joder. ¿Era eso el frenazo de un coche? Glup, glup. Calor. Qué más da, mañana todo estará del revés. Rebusco en cada tripa, en anteriores entradas al blog, aquello de la inspiración. Todo es mediocre, y todo mejor que lo próximo que escribiré. Resuelvo de cualquier manera y subo las escaleras con la seguridad que dan las lecciones a posteriori. Son los últimos escalones los que anticipan los tropiezos de los primeros. Empiezo a sudar. Lecciones urgentes equivocadas. Una cremallera que no sube por las prisas, un cinturón de seguridad que en la brusquedad no desliza. Una solución que siempre llega, sólo al comprender que nada saldrá bien. Suena a lo de siempre. A eructo con aroma a ron. A riñones ahítos, y ahí todo resuena vacío. Otro texto que borrar mañana.

Al entrar con sigilo a la cama, en medio de la preocupación y el desasosiego que anteceden al Apocalipsis, Laura extiende su mano esquivando la oscuridad espesa, en un microparéntesis de desvelo. Y recorre mi cara suavemente, como quien busca una melodía por las paredes. Cierro los ojos, tembloroso por lo que vendrá mañana, después de tapar sus piernas con la sabana. Mañana volveré a olvidar lo que hicimos bien, mientras todo pasa. Aunque ahora, lo que es ahora, no pasa nada.

Matrioshka.

El olor de las migas de la abuela Carmen llega hasta la buhardilla. Yo sigo apartando trastos viejos mientras intento evitar que el polvo levantado pueda provocar que estornude, y eso haga despertar a mi tío Fele, y por tanto reciba tres bofetadas en un imparable efecto en cadena. Ahí siguen los frascos con licor casero que hacían mis abuelos y es al abrirlos cuando el olor a menta y aguardiente consigue sobreponerse al de las migas. De puntillas, alcanzo las muñecas rusas de mi abuela, apoyadas en un libro de Proust, y al mirarlas me provocan una mezcla de entusiasmo y aburrimiento que me desconcierta y aún más, cuando encuentro sobre el arcón grande de la esquina, la funda de la guitarra y una partitura inacabada dentro.

Por la pequeña ventana, veo a Diego y Tere que juegan en la pista, pateando la pelota contra una portería oxidada. La pelota rebota contra los árboles de alrededor que dejan caer multitud de hojas secas mecidas por el viento y que sólo son frenadas por dos charcos que un cielo anterior colocó allí de forma absurda. Otro efecto en cadena que me avisa de que el tiempo es también capaz de dar tres bofetadas, y distintas entre sí.

Es de noche y, de pronto, el fuerte vendaval consigue tumbar uno de los frascos, lo que provoca un hilo amarillento que baja por la pared hasta formar un riachuelo que se cuela entre la madera desgastada del suelo. Sin embargo, siento la necesidad de bajar rápido las escaleras hasta la pista, donde sólo queda la pelota que, víctima de una ráfaga, comienza a descender por la cuesta de la iglesia. La persigo corriendo, dejando a los lados la panadería de Cosme donde comprábamos la chucherías cada tarde, la parte trasera de la academia de los hermanos Díaz -¿te acuerdas de aquella primera calada?- y atravesando la Plaza del Ayuntamiento es cuando mis piernas no pueden más. La fatiga me asfixia. En la vieja buhardilla, el surco de licor esquiva ágil a las muñecas rusas, hasta alcanzar sutil e inexorable la partitura, empapando un pentagrama donde las corcheas se cobijan en los silencios. Justo en la parte del estribillo donde cantábamos tú y yo, querida. ¿Te acuerdas? En el último día de las fiestas de final de verano. Nosotros y nuestras guitarras en el bosque de los fresnos, alejados de la gente que lanzaba fuegos artificiales en la plaza, mientras no nos resignábamos a que llegara el otoño.

Ahora no sé dónde estoy ni quién soy. No sé de qué trata este relato. Un cuento de efectos en cadena. De migas como magdalenas que nos transportan tiempo atrás. Historias de ríos de alcohol esquivos, y de silencios que son cobijo. De pueblos abandonados por ciudades que los miran con desdén. De la fábula de la pelota que no conseguimos frenar. De olores que se engullen entre sí.

[Historias trazadas con estúpidas frases, que resultaron enredarse (y necesitar aclaraciones -o incluir una nota* a pie de página- que ninguno supimos pedir) por nuestra torpeza, enterradas suplicando un final

Otoños de mil veranos contenidos, en mil veranos diluidos. Muñecas rusas, al fin y al cabo.

El niño que juega, el muchacho que se enamora, el hombre que vuelve, el anciano que los recuerda. Todos contenidos en un enorme vacío contingente, fruto de una partitura inacabada.

Trayectos.

Lo malo de los trenes es que son previsibles: sabes su camino con exactitud y el momento en que parará. Salvo en Badajoz. La magia está en saber enriquecer el trayecto, siempre. Incluso la vida no deja de ser un juego que sabes que vas a perder. ¿Entiendes? Todos saben que vas a acabar la frase con un punto -de ahí que el punto y coma sea sexy- así que ya puestos usa palabras bonitas, joder.

A veces, poquitas, me engañan para subir a atracciones, de ADULTOS. El pánico extremo no viene en las pendientes, sino cuando arranca y sabes que ya no hay escapatoria, como cuando pides el primer Jagger. Antes de subir, hago análisis físico del trayecto donde concluyo lo conveniente de sentarme en el primer o último vagón o a izquierda o derecha, según las curvas, sin olvidar dónde harán la foto. Miro a mi acompañante y le digo, con la vena de la sien, que no hay tiempo para la diversión. Ascendemos hacia la última bajada, entre el traqueteo del vagón y mi taquicardia. Es justo antes de caer cuando, entre los brazos levantados de júbilo de la gente, podréis encontrarme, empapado en sudor y a punto de infartarme, mirando a la cámara fingiendo normalidad con una estúpida cara de falso seductor como diciendo…  «sí, soy Troy mcClure».

Cuando el avión despega, miro por la ventanilla y es sólo en ese instante cuando valoro Alicante. Al fin y al cabo uno pertenece a quien mira mientras se va;

Vértigo.

Siempre es igual. Todo parece injusto, inmerecido. Esperas una victoria que aún no llega o quizás no exista: al enésimo espejismo acabaste escéptico de tu escepticismo. Te da igual. Sabes que puedes con Goliat y mejor si trae amigos.
Mañana te volverás a levantar rencoroso de la hostia que te dieron, de la
hostia que te diste, con la mayor de las energías para volver a morder el
polvo. A veces, sumido en tu agonía dejas escapar una absurda sonrisa. Intuyes que la vida es prestada; que tal vez necesite ser más paseada y menos resuelta. Bah. No sabes si será el vértigo de volar alto o ese delicioso sabor del barro, pero algo te dice que mañana empezarás otra partida de ajedrez contra ti mismo, sentado del lado de las negras.

Pronombres.

Omitir el sujeto de una frase puede ser tan práctico como peligroso. A uno le pueden haber dicho «sensible, irritable y con pelazo», pero no deberías obviar que el emisor sea tu proctólogo.

Me sorprende el manejo que percibo últimamente de los sujetos, para señalar con la vara (la de arrear). Yo soy yo. A veces ciudadano, otras, contribuyente, y en ocasiones, las menos, persona. Yo, con vosotros, soy sociedad, pueblo: imprescindible 5 días a la semana; irresponsable los otros 2 y soberano cada 4 años.

Entre lo implícito y lo explícito hemos encontrado en la virtud de los pronombres personales el punto medio. Pero ¿qué es el punto medio? ¿Unoo frenesí? ¿Mi nota media de l? l ll que las librerías cierran porque tú no lees, se contamina porque yo no reciclo, las crisis llegan cuando vosotros vivís por encima de vuestras posibilidades, y la clase política es mediocre porque así somos nosotros. Sin entender cuántos ‘yo’ hay en un ‘nosotros’. Ni cuántos equivalen a ellos. Ni si son más y mejores que tú y que yo, que somos todos. O casi.por los berberechos oye ool

Aun así, siempre fueron más elegantes las elipsis que los flashbacks y será preferible avanzar intentando ser mejores: separar el vidrio del plástico, el grano de la paja y el libro del panfleto. Sin confundir que no haya nada que hacer con que no haya que hacer nada. Evitando ser entre todos un TODO de sujetos omitidos.

Viento del este.

Tres viajeros atraviesan en coche la península.

El niño…


Cruzado transversal en los asientos traseros, un muchacho cerca de cumplir la docena juega con una consola portátil. Su semblante calmado contrasta con un ligero vaivén de su pie derecho que recuerda a la aguja del vinilo al llegar a su final. Tal vez se trate de la tensión del videojuego, quizás las prisas con las que su padre y su abuelo lo habían convencido de subir al coche de forma repentina, sin hacer equipaje. O puede tratarse de la inquietud que siempre transmiten las personas que, con excesiva frecuencia, nos instan a mantener la calma. Al joven no le gusta la música del cassette que su padre puso hace horas y preferiría seguir escuchando la historia de aventuras que estaban narrando en la radio: una gran catástrofe estaba arrasando cada país de Asia y avanzaba implacable hacia Europa. No le preocupa, sin embargo, no conocer el destino, incluso dedica cada tramo del trayecto donde pega su frente a la ventanilla a divagar sobre el circuito multiaventura que hará con otros chavales en una zona rural. Puede que visiten alguna ciudad con club de fútbol donde poder ver a su equipo en el estadio o bañarse en la playa, si es que cesa esta lluvia que les acompaña desde el inicio del viaje y cuyo goteo dibuja cortos senderos tras el cristal, uno de ellos a la altura de la mejilla hacia abajo.
Hace un rato que dejaron atrás el cartel que indicaba la entrada a Portugal. Su padre le indica que no se preocupe por el creciente sonido de truenos, desde el asiento del copiloto.

El padre…

Con evidente fatiga después de conducir las primeras 6 horas y esa sonrisa cada vez más forzada, que mantiene firme, con la misma obligación que las azafatas en momentos de turbulencias. Era ya de noche cuando fue consciente de la noticia, tras la llamada de su hermana afincada en Bari. Aún no entiende si su decisión tiene algún sentido, ni tan siquiera si la carretera lleva a algún lugar concreto. El cielo va incrementando su furia acompasada al pulso que percute impertinente su cuello empapado en sudor. BUMBUM, BUMBUM. Cómo apoya uno las manos cuando advierte que todo se desmorona. Aún se siente culpable de haber enredado el camino tras equivocarse en varias bifurcaciones y obviando un par de salidas. La carretera que van encontrando está más deteriorada conforme avanzan y el traqueteo del coche se une a los truenos bumbumbumbum en una siniestra melodía insoportable y esa monstruosidad que ya debe andar cerca y él y su absurda sonrisa y el cassette a todo volumen guitarra platillo y bombo y bum bumbumbumBUM, y no puede evitar mirar constantemente al viejo y esa insultante tranquilidad con la que sujeta el volante a una mano… impertérrito…. y casi… sí, es como si… asomara lo que no debería tratarse de una sonrisa. Una sonrisa confiada.

El viejo.


Sabe a dónde va. Sabe que ya está llegando y casi puede oler la costa del Atlántico. Falta menos de una hora para que amanezca y sabe que ninguno de los viajeros va a ver el sol. El final de esta huida es inminente y la amenaza está cerca de atropellarlos inmisericorde. Es de todas formas consciente de que siempre hubo tiempo para hacer alguna parada, cambiar la música y seguro que entre cada sentencia siempre cupo alguna broma. Hace rato que no mira el retrovisor. Todo ha acabado, emparedado entre dos finales que lo aplastan en cuestión de minutos. Las ruedas desgastadas pasan de carretera a sendero y de camino a arena. Es el momento de bajar del coche, caminar bajo la tormenta a paso firme, sin zapatos y en dirección al mar. Es el fin.


Se sienta al borde, mientras nota las suaves olas que parecen intentarle acariciar. En un movimiento de vaivén, como el de la aguja en un vinilo que acaba. Mientras piensa si la canción fue la idónea, si hay canción idónea, y lo más importante:

“-¿Habré cerrado bien el coche?”

El Eclipse.

20h- Hoy se respira ese ambiente enrarecido y hermoso de las vísperas y las antesalas, incluso en las tormentas. Los de las stories de lluvia van cargando la recortada y los de posados en bañador se van recortando las venas.

21h- Laura y yo, cada uno en su sofá. Ella con los cascos viendo el reality de Ru Paul, de las drags. De pronto se quita los cascos y me dices muy seria: Gerardo, quiero ser Drag Queen. Que lo de queen no sé, pero lo otro debería dejárselo. Yo veo la peli de El Eclipse, que va sobre ventanas a las que asomarse. Un eclipse es un fenómeno que se da cuando algo se interpone entre dos cuerpos inertes, provocando un paulatino desvanecimiento de luz hasta su opacidad. Otras veces, las menos, se produce entre cuerpos celestes. En la vida uno vive asomado a un mundo que siente, huele, ve y oye, pero del que no forma parte.

22h- Y se produce la tormenta, como un eclipse, y todo se apaga y pausa. Y tú y yo nos asomamos. Pero Antonioni se equivoca, porque todo pasa y deviene en el artificio que fue. Se equivoca porque tú y yo no somos inertes. Somos tú y yo, y no «nosostros». Tú y yo en sofás diferentes, camas individuales que se juntan en una misma órbita. Almohadas separadas donde invitarnos a pasar un rato. Dos idiotas integrales, dos idiotas integrados. Tú y yo no somos uno, somos dos que asomados, miramos quizá errados como todos se equivocan.

23h-me asomo y veo gente de todo tipo. Hay 2 que quieren ser 1; 1 que quiere ser 0; y yo, si me obligan a elegir, creo que quiero ser Drag Queen.

Magia.

No he tenido arrestos para subir la foto del gorrito la primera. En el último viaje he creído conveniente llevarme uno, pero al final del texto se entenderá el motivo. (Que sé que hay personas que leen estas chapas hasta el final. Saludos a ambos.) Ves entonces que hay cosas que directamente no están hechas para uno. Es como cuando en Origen la gente del sueño agredía a cualquier «cuerpo extraño». A mí la gente me miraba con desprecio por la calle. Entendible. Mi gorro pedía tocar el ukelele y mi rostro sintonizar la COPE en el transistor.

Se da una disonancia parecida cuando ponen en el pub una canción que odio. Como esa de la trompetita que os gusta ahora. Mis ojos piden la muerte del dj, mientras mis caderas piden aaasssúcar!
Un mago del engaño.

Por eso siempre he amado los mockumentaries. Zelig, el último de Dylan y mi favorito, F for Fake. Como explica Welles en él, existen mentiras vacías por pura maldad como la de ya no vuelvo a beber o champú anticaída. Y las hay que del engaño llevan magia. Los ‘tampoco es q esté enamorado, bsos’ al conocerte, los ‘nada tienes que envidiar a ese modelo’, al empezar, y los ‘pues no había olido ese pedo’ con el tiempo.

Del engaño sacamos trucos. De los trucos, magia. Y de la magia… maravillas, como tenernos.

Y yo para mis trucos necesito una chistera… de momento iré tirando con mi sombrero.

Esa es la explicación.

¿Qué?¿No cuela, no?