El olor de las migas de la abuela Carmen llega hasta la buhardilla. Yo sigo apartando trastos viejos mientras intento evitar que el polvo levantado pueda provocar que estornude, y eso haga despertar a mi tío Fele, y por tanto reciba tres bofetadas en un imparable efecto en cadena. Ahí siguen los frascos con licor casero que hacían mis abuelos y es al abrirlos cuando el olor a menta y aguardiente consigue sobreponerse al de las migas. De puntillas, alcanzo las muñecas rusas de mi abuela, apoyadas en un libro de Proust, y al mirarlas me provocan una mezcla de entusiasmo y aburrimiento que me desconcierta y aún más, cuando encuentro sobre el arcón grande de la esquina, la funda de la guitarra y una partitura inacabada dentro.

Por la pequeña ventana, veo a Diego y Tere que juegan en la pista, pateando la pelota contra una portería oxidada. La pelota rebota contra los árboles de alrededor que dejan caer multitud de hojas secas mecidas por el viento y que sólo son frenadas por dos charcos que un cielo anterior colocó allí de forma absurda. Otro efecto en cadena que me avisa de que el tiempo es también capaz de dar tres bofetadas, y distintas entre sí.
Es de noche y, de pronto, el fuerte vendaval consigue tumbar uno de los frascos, lo que provoca un hilo amarillento que baja por la pared hasta formar un riachuelo que se cuela entre la madera desgastada del suelo. Sin embargo, siento la necesidad de bajar rápido las escaleras hasta la pista, donde sólo queda la pelota que, víctima de una ráfaga, comienza a descender por la cuesta de la iglesia. La persigo corriendo, dejando a los lados la panadería de Cosme donde comprábamos la chucherías cada tarde, la parte trasera de la academia de los hermanos Díaz -¿te acuerdas de aquella primera calada?- y atravesando la Plaza del Ayuntamiento es cuando mis piernas no pueden más. La fatiga me asfixia. En la vieja buhardilla, el surco de licor esquiva ágil a las muñecas rusas, hasta alcanzar sutil e inexorable la partitura, empapando un pentagrama donde las corcheas se cobijan en los silencios. Justo en la parte del estribillo donde cantábamos tú y yo, querida. ¿Te acuerdas? En el último día de las fiestas de final de verano. Nosotros y nuestras guitarras en el bosque de los fresnos, alejados de la gente que lanzaba fuegos artificiales en la plaza, mientras no nos resignábamos a que llegara el otoño.

Ahora no sé dónde estoy ni quién soy. No sé de qué trata este relato. Un cuento de efectos en cadena. De migas como magdalenas que nos transportan tiempo atrás. Historias de ríos de alcohol esquivos, y de silencios que son cobijo. De pueblos abandonados por ciudades que los miran con desdén. De la fábula de la pelota que no conseguimos frenar. De olores que se engullen entre sí.
[Historias trazadas con estúpidas frases, que resultaron enredarse (y necesitar aclaraciones -o incluir una nota* a pie de página- que ninguno supimos pedir) por nuestra torpeza, enterradas suplicando un final
Otoños de mil veranos contenidos, en mil veranos diluidos. Muñecas rusas, al fin y al cabo.
El niño que juega, el muchacho que se enamora, el hombre que vuelve, el anciano que los recuerda. Todos contenidos en un enorme vacío contingente, fruto de una partitura inacabada.
